
Una de las reservas que el Maestro tenía en
relación a los dirigentes religiosos era que fomentaban
en sus fieles una credulidad tan ciega que incluso,
cuando alguno de éstos se atrevía a plantear una duda,
siempre lo hacía dentro de los estrechos límites
de su creencia.
Y contó el caso de un predicador que buscaba
honradamente el que los suyos cuestionaran
lo que él decía, para lo cual recurrió una vez
a la siguiente estratagema:
Les contó la historia de un mártir que,
tras ser decapitado, caminó con su cabeza
en las manos hasta llegar a un anchuroso río.
Una vez allí, como necesitaba ambas manos
para nadar, agarró la cabeza con sus dientes
y nadó hasta la otra orilla.
Se produjo un momento de absoluto silencio,
y entonces, para satisfacción del predicador,
alguien se levantó y dijo:
"¡No pudo hacer tal cosa!"
"¿Por qué no?", preguntó expectante el predicador.
"Porque, si hubiera sujetado la cabeza con
los dientes, no habría podido respirar".
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